Friday, November 06, 2009

LA LEY DEL TALIÓN

Estamos tan acostumbrados a leer y escuchar lo que cuenta la prensa escrita y hablada, que uno llega a pensar si no tendrán esos medios el don de la ciencia infusa y acaso el monopolio de la crítica político-social. Al contrario, a veces una inteligente carta de los lectores toca a rebato, pide nuestra atención y nos cuenta con palabras sencillas, sin retórica al uso, que en Estados Unidos un hombre condenado a muerte en 1992 y ejecutado en 2004 ha sido declarado inocente en 2009. Se llamaba Todd Willingham, ejecutado mediante inyección letal en Texas, añado yo. Pregunta el autor de la carta: “¿Qué tendríamos que hacer con un juez que ha condenado a un inocente a muerte? ¿Y con los abogados, con la sociedad que permite esto? ¿No hemos aprendido nada?” El poeta inglés John Donne, allá por el 1600, dijo algo así: “Porque soy una parte de la humanidad, la muerte de cualquiera me disminuye; por eso no preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Sin embargo, la sociedad adormecida y manipulada ha terminado por habituarse al tañido lúgubre de tanta campana funeraria: por la guerra, por el hambre, por la pena de muerte.
Por esto es necesario recordar una vez más las avanzadas corrientes criminológicas, que se orientan desde hace cien años a que la pena impuesta persigue el castigo, pero también la rehabilitación del delincuente y su reinserción social. Pues lo irrevocable de la muerte, además de impedir la rectificación de posibles errores judiciales, bloquea otros medios de prevención y aplicación de sanciones acordes con la gravedad del delito. El Estado tiene la obligación de proteger la vida, los derechos humanos y el ejercicio de legítima defensa de la sociedad, pero con esa salvaje Ley del Talión entra en absoluta contradicción, igualándose con todos aquellos que vulneran la vida. Pese a esto, aumenta en algunos ultra-sectores de la sociedad globalizada la opción a favor de la pena de muerte, con el argumento de su ejemplaridad, aunque todas las estadísticas demuestran que su abolición no incrementa la delincuencia, que es un producto más de estructuras sociales injustas. El fenómeno criminal no lo resuelve la pena de muerte, un sistema ajeno al más vital de todos los derechos humanos. Por eso el Estado no tiene, bajo ningún supuesto de protección del orden social, el derecho de matar a un ciudadano.

José Luis García Herrero es sociólogo
La Crónica de León, 27-10-2009

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